Cuando era pequeña, veía a mi madre y a sus hermanos como fuertes e invencibles. Mis tres tíos varones eran marinos, hombres de mar, curtidos por la vida en los barcos, con una vitalidad y una fortaleza física envidiables. Mi madre y sus hermanas, mujeres hermosas y joviales.
Hoy, mi madre y su hermano mayor ya no están entre nosotros, y el resto de mis tíos son todos mujeres y hombres entrados en los setenta e incluso ochenta años.
Sin embargo, muchas de las características que admiraba en ellos de niña, aún permanecen. Aún son un ejemplo de fuerza y amor por la vida.
Algo que me ha impactado mucho, es verlos luchar y defenderse del deterioro. Han enfrentado problemas de salud graves, pero sin caer jamás en la dependencia de otros. Siempre que los veo tengo la fija idea de que yo no puedo envejecer de forma diferente, que tengo que hacer todo lo que sea necesario para estar lo más sana posible.
La otra gran lección aprendida de ellos es por supuesto la fortaleza; todos son unos verdaderos luchadores y sobrevivientes. En medio de cualquier circunstancia, siempre encuentra la fuerza para seguir adelante, con el espíritu en alto.
También he aprendido de ellos la aceptación, esa capacidad para adaptarse con entereza a todo lo que la vida les presenta, sin resignación y haciendo lo que puedan para cambiar las circunstancias, pero aceptando aquello que no pueden cambiar.
Y su autenticidad: la libertad con la que se mueven por la vida, siendo quienes son y cómo son, sin importarles mucho lo que otros piensan.
Quizás el aprendizaje más importante ha sido su gozo por vivir, y su capacidad para crear buenos momentos que se convertirán en buenos recuerdos, de esos que te sostienen y te confortan en los “tiempos difíciles”.
Y finalmente, he aprendido de ellos la gratitud. Agradezco tener una familia como la que me tocó, y espero que la genética y el ejemplo dado me ayuden a llegar a la vejez, a su tiempo, lo más sana y feliz posible.
