10.Noviembre.2016
LA MUERTE DE UN HIJO
Por
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Cuando murió el hermano mayor de mi madre, una parte importante del impulso vital de mi abuela, que en ese entonces tenía ochenta años, murió con él. Y aunque todavía sobrevivió cuatro años más, nunca volvió a ser la misma mujer fuerte y alegre que era.

Creo que pocos acontecimientos pueden ser tan desgarradores en la vida como la muerte de un hijo. Es un hecho impensable, que va en contra de la naturaleza. Los hijos deben sobrevivir a los padres, por ley natural. Esta idea está fuertemente arraigada en nosotros.

Tal vez es por esta razón por la que no existe una palabra para designar a una madre o a un padre que ha perdido un hijo, aunque si las haya para hablar de personas que han perdido a sus padres (huérfanos) o mujeres que han perdido a sus maridos (viudas). Parece como si no hubiera manera de nombrar el horror de semejante experiencia.

El duelo puede complicarse dependiendo de las circunstancias de la muerte del hijo, si fue violenta o por el contrario fue producto de un accidente o de una enfermedad. Normalmente es más fácil entender un fallecimiento causado por circunstancias fortuitas que no implican que nadie sea el culpable, que asimilar que alguien deliberadamente haya hecho daño a nuestro hijo. En estos casos, las ideas de justicia y destino que tiene cada miembro de la familia pueden verse seriamente alteradas, así como la fe, si la familia es creyente.

¿Cuántas familias en Veracruz, en México, han tenido que atravesar por este trance? Acabo de leer recientemente que nuestro país ocupa el tercer lugar en número de fallecidos por conflictos armados, después de países en guerra como Siria e Irak. Y hace apenas unos días los padres integrantes del Colectivo Solecito, reportaron la localización de 106 fosas clandestinas de las cuáles han depurado 39, encontrando en ellas los restos de 95 personas. El número total, en los últimos 10 años, rebasa los 30 mil muertos.

Muchas veces pensamos en esto en términos numéricos, de estadísticas; pero cuando empatizamos, cuando intentamos ver el lado humano, ponernos en su lugar, imaginar cómo lo viven, como lo sienten, el impacto es terrible. Son vidas rotas, paralizadas, incapacitadas para continuar con su curso, vidas que nunca volverán a ser iguales.

Imagino lo torturante que debe ser la idea de no haber podido proteger a sus hijos, es decir, de no haberles podido salvar de ese final. Una de las funciones de la familia es defender a sus hijos de cualquier peligro y por ese motivo, aunque las causas de la muerte estén totalmente fuera del control de los padres, éstos pueden tender a culparse o recriminarse.

Lo peor que puede pasarnos como sociedad es que empecemos a acostumbrarnos a esta realidad. Y que sigamos viviendo en un individualismo rampante, de fría insensibilidad mientras “no me pase a mí”.

Sin duda estos son “tiempos difíciles”, en todos los órdenes…Que requieren más que nunca, la conformación de bloques de unidad (familiar, estatal, nacional) para poder enfrentar las adversidades. Qué cada quien, desde su trinchera, busque con quien conformar estos bloques y se aplique en ello. No veo otra salida.

¡Hasta mañana!


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